jueves, 18 de octubre de 2007

Altivez

Los cambios en mi persona eran evidentes. Proclamar la Palabra del Señor se convirtió para mí como en una misión que me fuera encomendada. Quería que todos le conocieran, especialmente los seres que yo amaba. De mil maneras les hablaba, era mi anhelo convencerlos de venir a la fuente y que pudieran beber las aguas de vida que yo había encontrado. Pero no podían verla. Solo Dios puede quitar la venda de los ojos ciegos. El hecho de amar al Señor por sobre todas las cosas y el haberme apartado de los rudimentos del mundo para vivir conforme a Su Voluntad, fueron motivos suficientes para los cambios de opiniones que se originaron.
La gran familia paterna tenía un entorno espiritual que la caracterizaba y cuyo linaje se perpetuaba a través de las generaciones en las cuales me incluyo.
Ninguna profesó culto alguno, pero eran católicas por tradición con la fiel convicción de estar basadas sobre los buenos principios básicos de honestidad que amparaban errores y faltas y hasta exhibían con orgullo la soberbia y la vanidad.

“La generosa autoestima, los conceptos formados a través de las distintas experiencias, puntos de vista, criterios, sentimientos y la verdad en que cada cual se fundamenta, tambalean ante La Palabra declarada de Dios. Todo se vuelve insignificante ante Su Grandeza, y obliga al hombre a reconocer su impotencia. Aunque éste se jacte de su poderío en su espíritu sabe que sin Dios es muerto.
Pero defiende su ego con todas sus fuerzas ignorando que El Señor en Su Misericordia atiende al humilde, pero al altivo lo mira de lejos”.

Fragmentos extraídos del libro “La Herencia”

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